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Eutanasia

Cada vez que se produce un nuevo caso de eutanasia, con su correspondiente dolor y controversia, yo me inclino hacia el lado de la aceptación y el del rechazo, cual si fuera un junco, y me siento bifurcada.  ¿Está usted de acuerdo con la eutanasia? No, radicalmente. ¿Está usted de acuerdo con la eutanasia? Sí, sin discusión. Soy una persona creyente y sé que la vida no me pertenece. Incluso estoy dispuesta a aceptar mi propio dolor. Miento. Soportaría cualquier dolor en mi propia piel pero, ¿y en la de uno de mis hijos? Ayer, cuando leí este último caso de eutanasia en Argentina, no sé por qué me vino a la cabeza una imagen terrible de «El comprador de aniversarios». Buena parte de ese extraordinario relato de Adolfo García Ortega transcurre en Auswichtz y ahí tiene lugar una escena en la que un niño de cuatro años es obligado a ponerse de rodillas, con los brazos en cruz, y cada vez que se le caen los brazos por el cansancio (esos bracitos que yo imagino desprovistos de carne, apenas un hueso endeble), los soldados le asestan una puñalada. Primero en una pantorrilla, luego en un muslo…, así hasta que finalmente uno de los carniceros se acerca y le clava un cuchillo en el hueco de la clavícula. El niño, tras chorrear sangre, cae muerto instantáneamente. Toda la acción de desarrolla delante de sus padres. ¿Qué hubiera hecho yo en el lugar de ellos? ¿Habría permanecido viendo el sufrimiento de mi hijo y sufriendo yo, sin rebelarme? Creo, sinceramente, que hubiese corrido hacia mi hijo y le hubiera matado yo. Aun a riesgo de abrasarme en el infierno.

La Razón

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