El papa Francisco ha muerto. Y aunque yo, católica por bautismo y formación, desgraciadamente haya perdido la fe en el escarpado camino de la vida, reconozco a los hombres buenos y los amo, como diría Wilde, «pese a sus defectos y mis reproches». Cuando Jorge Bergoglio se convirtió en papa, mientras unos le alababan por ser franciscano, vocacionalmente humilde y absolutamente entregado a la defensa de la justicia social, otros le criticaban por lo mismo. Curiosamente, los que esperaban de él que revolucionara la Iglesia, tuvieron que conformarse con su buena voluntad al reconocer las fechorías de la institución a lo largo de los siglos y con sus buenas intenciones respecto al enorme problema que supone no poder acoger en su seno a los divorciados y casados de nuevo (a los que él autorizó dar la comunión) ni tampoco a los homosexuales (a los que él no libró de su «pecado», pero sí de su «delito»). El sector más conservador del catolicismo vio en sus ansias de perdón, empatía e igualdad a un papa de izquierdas, que pretendía cambiar las cosas y se sintió en peligro; pero desde mi pobre entendimiento, lo que pretendía hacer Bergoglio era seguir la estela del mismísimo Jesucristo. Por desgracia, Jesucristo solo ha habido uno y su capacidad de transformación es irreproducible; sobre todo, en un iglesia repleta de normas y jerarquías, que tantas veces parecen alejarse de su mensaje. A mí, como espectadora, me hubiera gustado que el primer papa hispanoamericano, el primer jesuita y el primero que abrió un diálogo interreligioso se comprometiese más intensamente en la tarea de ofrecerle una solución a los católicos recasados o de tendencias sexuales diversas; y también que hubiera sido capaz de darle su lugar a la mujer. Pero creo que, aunque no lo consiguiera (no me cabe duda de que lo intentó y no descubrió el modo de hacerlo), abrió una pequeña rendija en la Iglesia por la que, si el próximo papa continúa su legado, podrán entrar los diferentes, por mucho que se resistan los más estrictos católicos. Estoy segura de que ese hubiera sido el deseo de Francisco, en su empeño de seguir los pasos de Jesucristo, no ya como papa, sino como hombre bueno.
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