A estas alturas del año, justo cuando asoma la cabeza el fantasma de la declaración, una siente cierta zozobra a la hora de marcar la X en la casilla de la Iglesia. Las dudas acechan. ¿Será verdad que a la Institución le sobra el dinero, mientras cada vez hay más personas que viven al borde de la pobreza? Lo cierto es que hay quienes apuntan con el dedo al catolicismo en pleno y lo culpan de llenarse los bolsillos con subvenciones y donaciones; pero mi percepción particular, como periodista y como ciudadana, es que son incontables los casos de aquellos a los que la suerte les ha vuelto la espalda y los ha convertido en una cifra del paro, que sobreviven, independientemente de su sexo, raza o religión, gracias a Cáritas.
Yo no se si la Iglesia católica debería pagar el IBI por alguno de sus inmuebles privado; pero sí se que me parecería infinitamente más oportuno reclamárselo a los sindicatos, los partidos políticos, las fundaciones e incluso los representantes de esos otros credos, que jamás atenderían a los que ellos consideran «infieles». Antes de exigirle un solo euro a la Iglesia, deberían quedar revisados esos lugares y tantos otros, donde el dinero de todos, el nuestro, sólo sirve para beneficiar a algunos y, en ocasiones, hasta perjudica a otros. Porque la Iglesia, mal que les pese a algunos, y más allá de sus faltas y errores, que los tiene, porque está hecha de carne humana y «errare humanum est», en tiempos de vacas flacas no pide formularios ni devociones, ni carnés a la hora de ayudar y sirve a todos con el mismo esmero.
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