Publicado en La Razón
Cuando la Iglesia supo de los tejemanejes de David Vargas, no dudó y lo excomulgó. Es cierto que podía haberlo hecho con mayor ligereza, pero también que fue contundente en su decisión. David acumuló una bonita fortuna gracias a sus engaños a mujeres. Las engañaba y las estafaba. Y lo siguió haciendo cuando se quitó el alzacuellos. O, mejor dicho, cuando no se lo quitó , pero ya no le correspondía llevarlo. Como la realidad siempre supera la ficción, hace años yo escribí un relato inventado para un libro de cuentos colectivos negros titulado HNegra, donde mi protagonista, una enfermera monísima, se ligaba a los ancianitos de la residencia donde trabajaba para que le pusieran sus fortunas a su nombre antes de matarlos. El ex cura Vargas no llegaba al asesinato, pero sí que les contaba la milonga a las viejecitas de que serían su segundas madres y las cuidaría hasta que murieran si ponían el testamento a su nombre. Una de ellas, de 91 años –serán mayores, pero no son tontas-, se coscó del asunto y le denunció. El tipo le había estafado hasta ese momento más de 150.000 euros. Más allá de lo increíble de la historia, lo que subyace siempre es la necesidad de cariño que obliga a la confianza. La condición de sacerdote es tan extraordinaria en cuanto a ese punto, como para que, por desgracia, las manzanas podridas del cesto hayan utilizado su alzacuellos en más de una ocasión, para cometer sus fechorías con mejor respuesta de las víctimas. Lo mismo ha sucedido con entrenadores, maestros y otros “buenos oficiales”, que no lo son, a los que, por su condición, jamás acompaña la duda, hasta que es demasiado tarde…
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