EN estos días de guerra, donde nos levantamos cada mañana con la ansiedad de conocer el nuevo bombardeo inclemente de Putin o su velada alianza con China y los efectos secundarios que podría tener para el mundo, Europa mira a sus vecinos ucranianos con el alma encogida -tal vez en el imaginario está el refrán: cuando las barbas de tu vecino veas pelar, pon las tuyas a remojar- y extiende los brazos para recibir a los incontables refugiados. La solidaridad se multiplica y hay tanta buena gente como casas de acogida abiertas, manos preparando paquetes y comida y generosidad incluso en aquellos a los que vivir les cuesta la propia vida cada día. Sin embargo, ni siquiera la política de puertas abiertas de las fronteras garantiza que los malos, siempre atentos y acechantes, desaprovechen la oportunidad que siempre existe en la desgracia ajena. Ellos saben bien que, en las inmensas ganas de ayudar de los españoles no cabe la organización. Que son muchos los que despliegan todos sus medios para traerse mujeres y niños hasta España y liberarlos de un destino incierto sin pensárselo dos veces, pero también sin contar con nadie: ni instituciones, ni organizaciones ni expertos. ¿Qué sucede? Que muchas personas llegan sin identidad. Sin papeles. Y, por supuesto, sin dinero. ¿Cuánto tiempo podrán vivir a expensas de quienes los reciben? ¿Cómo pagarán la comida de sus hijos, su ropa y sus necesidades? ¿Podrán acceder al colegio o la sanidad públicas antes de tener siquiera un documento que acredite cómo se llaman? Aunque las buenas personas ni lo consideran, entre ellas también hay malos conocidos y desconocidos. Para empezar esos proxenetas siempre dispuestos a atrapar a las mujeres en situaciones precarias y más si tienen cargas familiares. Lo curioso y terrible de este caso es que los ucranianos, por sus circunstancias específicas de refugiados de una guerra que parece tocarnos más a todos los europeos que cualquier otra, llegan con todas las facilidades…, pero también son mucho más “apetecibles” para los que tratan con carne humana. Saben bien que se parecen tanto a nosotros mismos, que nos gustan más que los inmigrantes procedentes de África. Y que, sin embargo, esa no impedirá que, en el caso de que un putero se encuentre con una víctima de trata ucraniana en un burdel, la trate como a cualquier otra. No intentará ayudarla (¿Y descubrir que es un putero?). Simplemente, la demandará más. Tampoco que esos padres “bondadosos” que anhelan un hijo como sea, acepten, previo pago, a ese niño de la guerra, que, “pobre, no tiene a nadie, y necesita una familia…” Las tragedias están llenas de buenos, pero también de malvados (de todo tipo, hasta con consideración de buenos) dispuestos a aprovecharlas.
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05 Jul, 2022
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